SIN OLFATO...Cuento por Adán Salgado

 

Ilustración: Viridiana Pichardo Jiménez

SIN OLFATO

 Por Adán Salgado Andrade

Ernestina despertó, a las siete de la mañana, como siempre hacía, minutos más, minutos menos.

Le tomó unos momentos darse cuenta de que no percibía el olor de su recámara, de un encierro viejo, de años, en el que se combinaba la mugre de sus cobijas, sábanas y ropa, que de muy de vez en cuando lavaba, con el drenaje del baño, que salía de la rota coladera, y los aromas de frijoles, café de olla y huevos estrellados, su acostumbrada dieta de años, provenientes de la cocina.

Dio dos fuertes inhalaciones, pero nada, no, ninguno de los “familiares” aromas, acudía a su olfato.

-Me de’ber agripado – murmuró.

Se sentó a la orilla de la cama, con el mismo trabajo de siempre, pues, a pesar de que no tenía ninguna enfermedad crónico-degenerativa, a sus 76 años, ya le pesaba la vida…

Estaba convencida de que sería una leve gripe, pues, como era tan saludable, era raro que se enfermara.

Recordó que, siempre sus hijas, cuando la visitaban, le decían que utilizara el cubrebocas, para que no se contagiara del coronavirus, pero ella, empecinada, no lo había usado. “Ni voy a ponérmelo, ni m’insistan”, les respondía, cada que la recriminaban. “¡Esos son inventos del gobierno, pa’spantarnos y controlarnos!”, defendía su tenaz posición.

Se levantó.

Se quitó su camisón rosa, de algodón, percudido de que también lo lavaba rara vez.

Y se puso su vestido gris, con su suéter café claro, que era lo que casi siempre usaba.

Vivía en la calle de Colombia, en el Centro, en un viejo edificio de los 1940’s, pagando mil quinientos pesos mensuales. Como era la inquilina más antigua, el dueño, le tenía cierta consideración, sobre todo porque, le contaba Ernestina, la pensión que le daban de su difunto esposo era de apenas tres mil quinientos pesos. “Pos con eso, no se vive, don Gilberto”, le decía Ernestina, cada que el dueño pasaba por la renta.

Pero, eso sí, nunca le fallaba Ernestina con el pago. Y cuando vivía su esposo, era igual, la renta, se la pagaban a tiempo.

Ya llevaba Ernestina cincuenta y seis años viviendo allí, desde que ella tenía veinte. En ese entonces, recién se había casado con Gregorio, su difunto esposo – “que Dios me lo guarde en el paraíso”, decía, cada que lo recordaba –, y casi, de inmediato, tuvieron a su primera hija, de las tres que “Dios, nuestro señor, nos dio”…

Hacía diez años que Gregorio había fallecido. Y casi, por ese tiempo, se había también jubilado de su trabajo, como tornero en una fábrica de refacciones automotrices. Cuarenta años de servicios ininterrumpidos, le merecieron una magra pensión de tres mil pesos, la que se había ido incrementando precariamente, hasta llegar a los tres mil quinientos que, en ese momento, cobraba Ernestina.

Sus hijas, poco la podían ayudar, pues igualmente de precarios recursos, como su madre, no tenían demasiados ingresos. Incluso, a veces, hasta le pedían dinero, “porque no nos alcanza, madrecita”, le decían. Y les daba que los cincuenta, los cien pesos, no más. “¡Huy, pos si a ustedes, con sus viejos, no les alcanza, a mí, menos, vieja y sola”, les reprochaba, al darles el dinero…

Su reducido departamento, consistía en una sola recámara, con la diminuta cocina, de un lado, la puerta del baño, en otra pared y un largo pasillo que conducía a la entrada, el que se había ido llenando, con tantos años, de “triques y más triques”, como le decían sus hijas. “¡Pos no voy a tirar nada... a’i, cuando me muera, m’entierran con todos esos cachivaches!”, les increpaba.

Sí, los años la habían vuelto una cascarrabias, una vieja enojona, amargada… como le decían…

Pero no le importaba. Mientras tuviera salud, haría lo que quisiera y ni sus hijas, ni nadie, la iban a cambiar…

Por eso, no usaría nunca esa “cochinada del tapabocas”…

Se levantó, ya vestida, para dirigirse al baño, a orinar…

Luego, caminó hacia la cocina, acercándose a la estufa.

Como siempre, lo primero que se preparaba, era su café.

Y eso comenzó a hacer.

Llenó con agua de la llave, a la vieja, ennegrecida olla de peltre, a consecuencia de la diaria  ebullición del café, despostillada de varias partes, por las caídas recibidas durante todos esos años de tenerla. Tomó su sobre de “Café Legal”, del que sacó dos cucharadas soperas, que agregó a la olla. Dio vuelta a la llave del calentador y…

La distrajo el hecho de que no oliera…

Había unos plátanos, medio podridos, en un frutero. Tomó uno, el más ennegrecido, y se lo acercó a la nariz…

¡Nada, nada, ni la más mínima sensación odorífera!...

-Chingao… sí, m’ha de ‘ber dado la gripa –, volvió a murmurar…

También, se dio cuenta de que no tenía pan…¡nada, ni un bolillo seco para su cafecito!...

“Voy por mi pan”, pensó…

Se dirigió a la vieja cómoda de su recámara. Abrió una de sus puertas, que servía también como espejo, sacó su muy gastado monedero de piel, negro, y sacó cincuenta pesos, de un rollo de otros billetes, de la misma denominación, además de otros de a cien y de a doscientos.

Había ido al cajero dos días antes, a sacar todo el dinero de la pensión, como era su costumbre. “Al banco, nada le dejo”, pensaba, cuando le decían sus hijas que dejara algo, “pa’ qu’ahorre, madre”…

No, más valía tener segurito su dinero, dentro de su monedero y dentro de su cómoda…

Tomó sus llaves, que tenía colgadas de unos ganchos atornillados a la pared, en donde había muchas otras llaves, inútiles todas.

Se persignó, frente al cuadro de “La Última Cena”, que tenía colgado de una de las paredes de su recámara, y salió de su querido departamento, el que había resistido temblores, el paso del tiempo, el deterioro, a sus “chamacas”… y más.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

 

Ernestina regresó, al cabo de unos cuarenta minutos…

Resoplaba, enojada, pues ya no era lo mismo salir a la calle en esos tiempos, que en los de antaño.

Tanto puesto ambulante, le hacía difícil caminar. Por eso, se tardaba más en ir al Globo, en donde, desde hacía años, le gustaba comprar su pan.

Había una panadería cerca, pero una vez, había comprado su pan allí, y no le había gustado. “Sabe a tierra”, reclamó, cuando una de sus hijas le llevó unas conchas de esa panadería. “Yo, por eso, no compro d’a’i. Si me vas a trair pan, traímelo del Globo”, le reclamó. “¡Huy, madre, uste’ nad’agradece!”, le increpó esa hija.

Ernestina, sólo encogía los hombros, restando importancia al hecho…

Pero lo que la tenía más enojada que otras veces, fue que ningún olor pudo captar en todo el trayecto, ni de ida, ni de venida…

Lo peor era que ni se sentía agripada…

Le habían dicho que la chingadera esa, quitaba el olfato…

De todos modos, seguía sin hacer caso…

“Pos no me lo pongo y no me lo pongo”, dijo, mientras miraba los tapabocas, que estaban colgados junto a las llaves, que sus hijas le habían llevado, casi desde el inicio de la pandemia…

Dejó el pan en la mesa, que usaba como comedor, la cual, estaba junto a su cama. Luego, caminó a la cocina.

Ah, sí, ni se había hecho su café, por la muina…

Tomó sus cerillos “Clásicos”…

Se acercó a la estufa…

Sacó uno y lo prendió…

 

El brutal estallido, de tanto gas esparcido, la tomó por sorpresa, antes de que las llamas envolvieran mortalmente a Ernestina y devoraran al departamento…

 

Tanto la había afectado la falta de olfato, que había olvidado, hacía rato, que había dejado abierta la llave del calentador de la estufa, antes de salir por el pan…

Por eso, no olió el fuerte olor a gas, que ya llenaba todo el lugar, cuando regresó…

 

Tenochtitlan, 27 de febrero de 2021

(de la colección: Cuentos de una sentada, por pandemia

Y seguimos confinados)

 

 

 

 

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