OSO MAROMERO...Cuento por Adán Salgado

 

  Ilustración: Viridiana Pichardo Jiménez

OSO MAROMERO

Por Adán Salgado Andrade 

Pablo había estado aprovechando la inauguración, hacía algunos días, del cine Coloso, que, en una de sus fachadas laterales, tenía colocada una manta con la frase “Cine Coloso, el Coloso de los Cines”. Acudía mucha gente, pues se había estrenado “Águila o Sol”, protagonizada por un tal Cantinflas, cómico que iba creciendo en fama y aceptación.

Era julio, de 1938.

Llegaba con su oso Javier, negro, que, cuando se erguía, se veía muy alto, imponiendo algo de temor entre los que lo miraban hacer toda clase de suertes.

Parados allí, en la esquina de la calzada Niño Perdido y la calle de Fernando de Alva Ixtlilxochitl, la rueda de gente que los admiraba, con gran curiosidad, era nutrida.

Una que otra patrulla pasaba, pero, se veía que conocían a Pablo y su oso, pues sólo lo saludaban con la agitación de su mano, sin amonestarlo.

-¡Pásenle, miren al oso Javier, darse de maromas! – decía Pablo, sujetando a Javier, mientras corría, atado de una larga cuerda, que Pablo sujetaba, dando, igualmente, vueltas.

-¡A ver!…

-¡Que s’eche maromas!...

-¡Órale, que se las eche!...

gritaban entre el público…

Ya, cuando Pablo veía varias personas reunidas, gritaba “alto” a Javier y “date de maromas”…

El oso, comenzaba a darse de maromas, allí, sobre el polvoso pavimento, causando la admiración y el aplauso de todos, cuando dejaba de hacerlas.

Entonces, Pablo le ordenaba sentarse, se quitaba su sombrero y, sosteniéndolo en su mano derecha, pasaba a recorrer todo el círculo de personas, para recibir, que los centavos, los quintos, los veintes, algunos tostones y uno que otro peso. Algunos, muy pocos, le echaban billetes de a cinco pesos…

Luego, Pablo regresaba junto a Javier, se guardaba el dinero en un morral y, con un bastón, que clavaba levemente en los costados de aquél, hacía que ejecutara otras suertes, como saltar un aro, pararse en un pie, dar la mano a la gente… y otras cosas…

La gente se iba y, otra, iba ocupando el círculo. De cuando en cuando, Pablo pasaba, nuevamente, con su sombrero, a recoger la “cooperación de ustedes, querido público”…

 

Caía la noche de ese jueves.

Eran más de las nueve, cuando Pablo, guardándose el último dinero recolectado en su morral, daba por terminadas las funciones de ese día…

Lograba juntar de treinta a cincuenta pesos por jornada. “Muy buenos”, pensaba, pues ganaba más, haciendo cuentas, que un maestro o una secretaria…

La calle se vaciaba de gente a esa hora, y pocos transeúntes circulaban por las banquetas y uno que otro vehículo transitaba por allí.

 

Pablo, rentaba un cuarto de vecindad, en la calle de Argentina, muy cerca del lugar. Tuvo que pagar el doble de renta, ciento veinte pesos, pues el dueño, al principio, se oponía a dejarlo vivir allí con el oso. “No le vamos a dar problemas, de verda’”, le aseguró Pablo, quien le dijo que Javier era muy educado, callado y limpio. Sus “necesidades”, las hacía en una cubeta, que Pablo recogía e iba a tirar al drenaje de la calle. Lo alimentaba con fruta, como plátanos, manzanas y algo de carne y pescado. De tomar, agua y, a veces, leche.

Para él, el oso era “como m’hijo, verda’ buena”…

Le recordaba a Ángela, su esposa, la acróbata, del circo “El Gran Espectáculo”…

Era la mejor de todos los trapecistas. Podía hacer, sin problemas, el doble salto mortal, consistente en soltarse de las manos de un trapecista, en el aire, para tomar las del otro…

Pero, de lo que no pudo librarse Ángela, fue del mal parto que sufrió, por el primer hijo que tendrían ella y Pablo. La bebé, estaba invertida y pasaron varias horas para que pudiera sacarla el doctor…

Las dos, murieron poco tiempo después…

 

Eran los recuerdos que tenía Pablo, cuando le daba leche, esa noche, a Javier…

Prendió el radio, sintonizando la “W”. Era el programa de canciones “Las románticas de los veintes”, que le recordaban mucho su niñez y a sus fallecidos padres, quienes habían muerto en un descarrilamiento…

Era hijo único y, por eso, no tuvo problema cuando don Carlos Oteiza, dueño del circo y amigo de su padre, le ofreció trabajo, limpiando las jaulas de los animales.

Un buen día, llegó de Estados Unidos, Javier, todavía siendo un osezno. Hubo una especie de amor a primera vista entre Javier y Pablo. Éste, le pidió encarecidamente a don Carlos que lo dejara amaestrarlo. Algo reticente, don Carlos lo dejó hacerlo, con la condición de que aprendiera muy bien, consultando a Luis, el entrenador de los leones y a Adriana, la entrenadora de los elefantes.

La idea original, era de que don Carlos, contrataría a algún entrenador de osos, pero Pablo mostró tener buenas actitudes, como amaestrador de esos animales. Y muchas fueron las suertes que le enseñó a Javier…

Eso había sido quince años atrás, en 1923, cuando Javier tenía trece años…

Ángela, sobrina de don Carlos, era trapecista desde niña, al igual que sus padres y sus hermanos… toda una tradición familiar…

Eran de la edad ella y Pablo, así que se fueron conociendo todos esos años…

¡Y se casaron!...

Ángela, se embarazó al año y…

Dos años antes, en 1936, fue cuando Pablo las perdió a ella y a la bebé…

Se deprimió mucho y no quiso seguir en el circo, para evitar recordarla…

Se fue a trabajar a una panadería, haciendo pan, que también aprendió muy rápido a prepararlo…

Pero Javier, le dijo don Carlos, se veía triste, desganado, sin Pablo…

Y, mejor, se lo regaló. “Ponlo a actuar en la calle”, le dijo…

Y fue lo que hizo…

Ya, mucha gente, los ubicaba, y esperaba con ansias su presencia en esa esquina…

 

Tantos recuerdos le provocaron el sueño.

Miró la hora en su reloj despertador, un Steelco, aprovechando para darle cuerda. Eran casi las once de la noche.

Javier dormía ya, plácidamente, sobre un petate, muy ennegrecido por tantos años de servirle como cama.

Pablo se quitó pantalones y camisa, quedando sólo con camiseta y calzoncillos, se levantó para jalar el cordón que apagaba el único foco del cuarto que era cocina, comedor y recámara, y se echó en su catre, quedando pronto, profundamente dormido…

 

 

II

 

Al otro día, viernes, de  nuevo, Pablo y Javier, estaban dando funciones en esa esquina…

Ya llevaban varias, pues, como había sido día de pago, mucha gente había acudido al cine a ver “Águila o Sol” y, al salir, se acercaban al círculo humano, para ver actuar a Javier…

El oso se veía ya cansado, pues, además de su edad, más de quince años, tantas funciones en esa tarde, lo estaban agotando…

En una de esas, cuando le ordenó Pablo que diera maromas, Javier se rehusó, sentándose.

-¡Muévete, muévete!... – lo fustigó Pablo, picándole con el bastón…

Al principio, lo hizo con suavidad, como siempre, pero, en vista de que Javier ni se inmutaba, lo hizo con más fuerza…

De plano, Pablo comenzó a golpearle la espalda…

La gente se comenzó a inquietar:

-¡No le pegues!...

-¡Déjalo!...

-¡Ya, no te pases, ha d’estar cansado!...

Pablo, ni los escuchaba. Seguía golpeando al oso en la espalda, cada vez con más fuerza, recordando el día en que pusieron a Ángela y a su hija, en un solo féretro, “para que le salga más barato, joven”, le había dicho el de la funeraria…

-¡Muévete, cabrón oso! – gritó, azotando con todas sus fuerzas a Javier…

En ese momento, Javier, investido de su instinto de conservación, se levantó y, antes de que Pablo le asestara otro brutal bastonazo, se le lanzó al cuello, al que destrozó de un mordisco…

El domador, cayó al suelo, sacudiéndose su cuerpo por los últimos estertores de vida que le quedaban, sangrando copiosamente del boquete que le quedó en el cuello…

La gente, contemplo, horrorizada, la sanguinolenta escena y comenzaron a alejarse y a gritar “¡Policía!”…

A Javier, la intempestiva furia de hacía un momento, se le bajó…

Se acercó a Pablo, y se puso a lamerle la cara y la sangre del destrozado cuello…

Se vio, muy claramente, cómo le brotaban lágrimas de sus ojos, como si se hubiera arrepentido de lo que había hecho…

La gente se acercó, nuevamente, entre curiosa y morbosa, para presenciar la triste escena…

Javier estuvo así, lamiendo la cara de Pablo, varios segundos. Luego, se retiró…

A su cabeza, le vino el recuerdo de una persona que algunos meses antes, había sido atropellada por un camión, frente a ellos…

Justamente, un camión, venía a buena velocidad sobre Niño Perdido…

Javier, ni lo dudó…

Corrió, cuanto pudo, hacia la avenida, justo cuando el camión estaba por pasar, ante la sorprendida mirada del humano círculo, que se abrió, para que se escurriera por el espacio hecho…

 

El impacto, fue durísimo…

 

 

Mucha gente vio, por unos segundos, azorada, cómo salió volando ese gran oso negro, en ésa, su última, gran actuación…

 

FIN

 

Tenochtitlan, 23 de agosto, 2020

(De la colección: cuentos de una sentada)

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